Cuando Johann Gottlieb Fichte, en el otoño de 1813, exponía su "Ciencia del conocimiento" como fruto maduro de una vida enteramente consagrada al servicio de la verdad, decía en el mismo comienzo lo siguiente: "Esta ciencia presupone un nuevo órgano sensorio interior, por el cual se revela un mundo nuevo que no existe para el hombre corriente", y luego, por medio de una comparación, demostraba cuán incomprensible había de parecer su filosofía a quien pretendiera juzgarla de conformidad con lo que revelan los sentidos comunes: "Suponed un mundo de ciegos de nacimiento, que sólo conocen lo que el sentido del tacto les permite percibir de las cosas y de las relaciones entre ellas. Introducíos entre ellos y habladles de colores y demás fenómenos existentes únicamente por la luz y para la vista. Puede suceder que vuestras palabras no les signifiquen nada, en cuyo caso es mejor que lo manifiesten, porque así os daréis cuenta de vuestro error, y a menos de poder dotarles del sentido de la vista, cesaréis de hablarles inútilmente."
Ahora bien, el que habla a la gente de las cosas a que hace alusión Fichte, se encuentra muy a menudo en situación análoga a la de un hombre de visión normal entre ciegos de nacimiento. Sin embargo, estas cosas son las que conciernen a la verdadera naturaleza del hombre y a su fin supremo, y habría que desesperar de la humanidad quien considerase necesario "cesar de hablar, porque es inútil". Al contrario, no debe dudarse un instante de que, con relación a estas cosas, es posible "abrir los ojos" a todo aquel que demuestre buena voluntad para ese fin. Sobre la base de esta premisa han hablado y escrito todos aquellos que sentían en sí mismos el desarrollo de aquel "órgano interior", que les permitía percibir la verdadera naturaleza esencial del hombre, velada para los sentidos exteriores. Por esta razón, desde los tiempos más remotos, siempre se ha hablado de tal "sabiduría oculta". El que haya aprehendido algo de ella, siente su posesión con la misma seguridad que siente el hombre de vista normal, con respecto a sus percepciones visuales; no necesita "prueba" alguna de esa "sabiduría oculta", y sabe que tampoco la necesitan los que, como él, han desarrollado el "sentido superior". Puede hablarles de ella del mismo modo que un viajero puede hablar de América a quienes no la han visto, pero que pueden formarse ideas de ella, porque verían todo lo que el viajero ha visto, si se les presentara la oportunidad.
Empero, el observador de lo suprasensible tiene que dirigirse, no sólo a los investigadores del mundo espiritual, sino a todos los hombres; pues tiene que informar sobre cosas que a todos ellos conciernen. Sabe, incluso, que sin el conocimiento de lo suprasensible, nadie puede llamarse "hombre" en la verdadera acepción de la palabra. Y se dirige a todos los hombres porque sabe que hay diferentes grados de comprensión para lo que ha de comunicar. Sabe que pueden llegar a comprenderle hasta quienes todavía están distantes del momento en que puedan iniciar la investigación espiritual por sí mismos; pues en todo ser humano subyacen el sentimiento y la comprensión de la verdad. Y es a esta comprensión, que puede brotar en toda alma sana, a la cual se dirige en primera instancia. Sabe, igualmente, que esta comprensión encierra una fuerza que ha de conducir paulatinamente a grados más altos del conocimiento. Aquel sentimiento, que quizás al principio no perciba nada de aquello de que se le habla, es precisamente la fuerza mágica que abre los "ojos del espíritu". Este sentimiento surge en la obscuridad. El alma no ve, pero por este mismo sentimiento llega a compenetrarse del poder de la verdad; y luego, gradualmente, la verdad se apodera del alma y abre en ella el "sentido superior". Una persona tardará más, la otra menos, pero quien tenga paciencia y constancia llegará a esta meta. Si bien es cierto que no todos los ciegos de nacimiento pueden llegar a ver, no hay ojo espiritual que no pueda ser abierto; es sólo cuestión de tiempo.
Erudición y preparación científica no son prerrequisitos para abrir este "sentido superior"; puede desarrollarse en el hombre sencillo como en el de mayor ilustración. Es más: lo que hoy día acostumbra llamarse "ciencia única", puede ser un obstáculo para ese fin, en lugar de una ventaja, puesto que sólo reconoce como "real" lo accesible a los sentidos comunes. Y, por grandes que sean sus méritos en relación con el conocimiento de esta realidad, cuando ella pretende aplicar a todo saber humano lo que para su propia ciencia resulta necesario y fructífero, crea un sinnúmero de prejuicios que impiden el acceso a realidades superiores.
Contra lo que antecede se argumenta frecuentemente: al conocimiento humano son inherentes "límites infranqueables", por lo que se debe rechazar todo saber que no los respete. Incluso se considera muy presuntuoso a quien pretende saber algo sobre cosas que, según la convicción de muchos, se encuentran más allá de los límites de la facultad cognoscitiva humana. Al hacer semejante objeción de ningún modo se tiene en cuenta que al conocimiento superior debe preceder un desarrollo de las fuerzas cognoscitivas del hombre. Lo que antes de aquel desarrollo se encuentra más allá de los límites del conocimiento, se halla ciertamente dentro de ellos una vez despertadas ciertas facultades que dormitan en todo ser humano. No obstante, hay algo que no debe pasarse por alto. Podría decirse: ¿de qué sirve hablar a los hombres de cosas para las cuales no han despertado sus fuerzas cognoscitivas y que, por lo tanto, les son inaccesibles? Pero tal razonamiento es ciertamente erróneo. Se requieren determinadas facultades para descubrir las cosas de que se trata; pero al comunicar las mismas a los demás, después de haber sido halladas, pueden ser comprendidas por todo el que haga uso de una lógica imparcial y de un sano sentido de la verdad.
En este libro no se comunican otros hechos más que aquellos que son capaces de causar la impresión que, a través de los mismos, le es posible acercarse de un modo satisfactorio a los enigmas de la vida humana y del universo a todo aquel que se deje guiar por un pensamiento amplio, no perturbado por prejuicio alguno, y por un libre e incondicional sentido de la verdad. Basta con preguntarse: ¿se explica satisfactoriamente la vida del hombre, si lo que se afirma en este libro es cierto? Y se comprobará que la vida humana misma da la confirmación.
Empero, para ser "maestro" en estos dominios superiores de la existencia, ciertamente no basta tener simplemente abierto el sentido para percibirlos. Para ello es necesario haber elaborado "ciencia" en este campo, del mismo modo que se requiere ciencia para enseñar en el ámbito de la realidad común. La "visión superior" no basta para ser un "sabio" en el dominio espiritual, como no basta poseer sanos sentidos para ser un erudito en el mundo de la realidad sensible. Y como es cierto que ambas realidades -la física sensible y la espiritual- son sólo dos aspectos de una misma esencia fundamental, el hombre ignorante de los conocimientos elementales, muy probablemente, lo será también de los superiores. Este hecho despierta un sentido de responsabilidad inmensa en quien -por vocación espiritual- siente que debe hablar de las regiones espirituales de la existencia, y le impone modestia y reserva. Pero a nadie debe impedir interesarse por las verdades superiores, aún cuando las demás circunstancias de su vida no le conduzcan al estudio de las ciencias comunes. Porque ciertamente uno puede cumplir con su designio como ser humano sin saber algo de botánica, zoología o matemáticas. No puede, en cambio, ser "hombre", en toda la amplitud de la palabra, sin haberse acercado, de un modo u otro, a la esencia y destino del hombre revelados por la ciencia de lo suprasensible. A lo más alto que el hombre puede elevar su mirada lo llama lo "Divino". Y él tiene que concebir su destino supremo en cierta forma relacionado con esa Divinidad. Parece justificado, pues, llamar "sabiduría divina" o Teosofía a la sabiduría que pasa los límites de lo sensible, y que revela al hombre su esencia y, con ella, su destino.
Con la expresión "ciencia espiritual" podemos designar el estudio de los fenómenos espirituales en la vida humana y el universo. Pero tratándose, especialmente, como ocurre en este libro, de los resultados de la ciencia espiritual que se refieren al núcleo espiritual de la entidad humana, podemos emplear, para este estudio, el término "Teosofía", porque durante siglos ha sido usado en tal sentido. En el sentido indicado de tal modo se trazará, en este libro, un bosquejo de la concepción teosófica del mundo. El autor se propone no exponer nada que para él no sea un hecho en un sentido similar a como lo es todo fenómeno del mundo exterior para los ojos y oídos, bien constituidos, y para el intelecto común. Se trata, en efecto, de experiencias accesibles a todo aquel que esté decidido a tomar el "sendero del conocimiento" descripto en un capítulo especial de este libro. Uno adopta la actitud adecuada frente a los hechos del mundo suprasensible si supone que el sano pensar y sentir son aptos para comprender todo aquello que, como verdadero conocimiento, puede emanar de los mundos superiores, y si reconoce además que, partiendo de esta comprensión como sólido fundamento, da un paso muy importante hacia la visión propia, aunque para obtener esta última se requiera algo más. En cambio, uno cierra la puerta del verdadero conocimiento superior si desdeña este camino y quiere penetrar en los mundos superiores sólo por otros métodos. Tener por norma sólo reconocer la existencia de los mundos superiores después de haberlos visto, constituye un impedimento para llegar a esta visión. Por otra parte, ella se ve favorecida si nos proponemos comprender por medio del sano pensar lo que más tarde podrá estar al alcance de nuestra observación. El sano pensar hace surgir, como por encanto, fuerzas esenciales del alma que conducen a la "visión del vidente".